martes, 16 de septiembre de 2014

La Mazmorra del Androide: Recuerdos de guerra


Recuerdos de guerra

El pequeño Timmy abrió con gran reparo la puerta, a pesar de que sabía con suma certeza que la habitación estaba completamente desalojada en aquellos precisos instantes. 

Se adentró en el dormitorio de sus abuelos con cautos pasitos, como se imaginaba que hacían los valientes exploradores cuando se aventuran en el interior de algún templo o pirámide milenaria, tratando de evitar accionar alguna trampa mortal. En su caso, esperaba que nadie lo descubriese fisgoneando y le cayese una reprimenda. En lo que al resto de moradores de la casa respectaba, Timmy se encontraba en la sala de estar viendo la televisión. Desde el piso de abajo le llegaba el sonido que producían los Looney Tunes en alguna de sus alocadas historias. 

Su madre estaba enfrascada charlando con su abuela en la cocina. Y su abuelo se encontraba en el garaje, ocupado en alguna de sus chapucillas. Estaría ensimismado haciendo una nueva pajarera, otra mecedora o un estante para las especias. Aquel era el momento ideal para descubrir si lo que decía su hermano era cierto.

—Te lo juro. Dentro de su armario hay un verdadero tesoro. El abuelo se lo trajo de la guerra.

Aunque no quería volver a dejarse embaucar por su hermano mayor, no pudo evitar esbozar un gesto de asombro al escuchar aquello. Esto no era como cuando le aseguró que dentro del roble que se encontraba en el jardín trasero de su casa vivía una familia de duendes, para divertirse viendo como su hermanito se quedaba atascado en el hueco del árbol, tratando de saludar a sus mágicos e inexistentes vecinos. Timmy sabía de buena tinta que su abuelo había participado en la Segunda Guerra Mundial. Y había leído unos cuantos libros en los que sus protagonistas (combatientes en dicha guerra), se llevaban oro nazi u obras de arte alemanas. 

¿Se trataría de eso?

Cuando abrió el armario, el olor de los antipolillas le dio una impactante bienvenida. Cuando se recuperó, no perdió más tiempo y se sumergió en aquel mar de trajes, camisas y vestidos propios de los afectados por la senectud. Trató de no revolver demasiado y de dejar todo como estaba. Debía actuar como un verdadero espía. No debía dejar pruebas de que había estado ahí.

Iba a darse por vencido y maldecir la estampa de su hermano, cuando su mano se encontró con un asa en el fondo del armario. Se hizo con un gran maletín que colocó en el suelo con todo el cuidado que pudo. 

Sin duda era del ejército. No era para nada una maleta de viaje. Era verde y de metal, con números y palabras serigrafiados que no tenían mucho sentido para el chico. 

Estuvo dudando un buen rato sobre si debía abrir la maleta o no. Dentro podía haber cualquier cosa. Pero sabía que, en alguna parte de la ciudad, su hermano le estaba llamando “nenaza” mientras estaba con su grupo de amigos haciendo lo que diablos hicieran los adolescentes de dieciocho años los sábados por la tarde. Así que aspiró e inspiró un par de veces antes de abrir los cierres y descubrir el tesoro de su abuelo.

El uniforme de combate estaba perfectamente doblado. Tenía algún que otro descosido y aún conservaba alguna que otra mancha de barro. A su lado había una pistolera. Timmy no se atrevió a hacerse con el arma. Siguió fisgoneando y se topó con un paquete de cigarrillos que aún contenía un par de “palitos de muerte”, como los llamaba su madre. Varias latas con nombres de varios países escritos en sus tapas que contenían arena y tierra. Una fotografía en la que posaba un grupo de soldados; algunos sonreían, pero la mayoría tenían un gesto serio. Uno de ellos, tenía la cara tachada con rotulador. No se preguntó la razón y trató de identificar a su abuelo, pero pronto desistió y continuó buscando. Halló más enseres del ejército hasta encontrar, esta vez sí, un verdadero tesoro.

Se atrevió a cogerlo con sus temblorosos dedos. No podía creerlo. Era una primera edición. ¡Un cromo clásico del Capitán América en perfecto estado!

Abrió el sobrecito de plástico protector y observó detenidamente al primer vengador. Siempre había querido tener entre sus manos uno de aquellos cromos que ahora se habían convertido en joyas de coleccionista.

—¡Atención, tenemos a un intruso en la base! 

Timmy reconoció la voz de su abuelo al instante, pero aún así no pudo evitar asustarse y soltar un repentino grito. Empezó a disculparse por cotillear su armario y abrir su maletín, pero su abuelo pronto le detuvo.

—Tranquilo, chico. No pasa nada, lo más peligroso que hay ahí es la pistola, y está descargada. Tu hermano ya hace unos cuantos años que descubrió mi vieja maleta del ejército. Estaba temiendo que tú no fueses tan curioso como él. Veo que te has encariñado de mi tesoro —dijo señalado la mano derecha de Timmy, que aún sujetaba el cromo—, y parece que también eres fan del Capi.

Esta vez, señaló a la camiseta de su nieto, que lucía el inconfundible escudo del primer vengador. 

—Este cromo tiene bastante historia. Y creo que ya eres bastante mayor para escucharla. ¿Quieres que te la cuente? —el viejo sonrió al ver como el chaval asentía eufórico. Se sentó en la cama e instó a Timmy para que le acompañase—. ¿Sabes qué fue la Segunda Guerra Mundial, no?

—Sí, abuelo —respondió con total seguridad.

—Créeme, chico. No lo sabes. Ningún libro, película o documental pueden plasmar con exactitud aquella locura. Trata de imaginar toda la destrucción, muerte y penurias que puedas, y ahora multiplícalo por un millón, y aún te quedarías demasiado corto.

Timmy no pudo reprimir un escalofrío al escuchar aquellas duras palabras de su abuelo, para nada habituales en él. 

—Por aquel entonces, yo no tenía más de veinticuatro años. Era un joven que quería salir a conocer mundo. Pero nunca podría haberme imaginado que lo tendría que hacer de aquella manera: poniendo mi vida en peligro en el campo de batalla. Los pueblos y ciudades que visitaba no eran más que los restos semiderruidos y humeantes de lo que un día fueron. Las gentes que los poblaban, eran inocentes y asustadas víctimas de un horror iniciado por el deseo de un simple loco. Teníamos que luchar por esas personas. Por los seres queridos que aguardaban nuestro regreso, en la seguridad de nuestros hogares. Teníamos que luchar por nuestro país y por nuestra libertad.

»Recuerdo lo terrible que era el día a día en primera línea. Recuerdo ese temor que te atenaza por dentro. Aquella incertidumbre de si aquel sería el día en el que, finalmente, el enemigo te batiría. No quería pensar en la terrible posibilidad de estar agonizando en medio del campo de batalla. De no volver a ver a mis padres, ni de tener entre mis brazos a tu abuela, una vez más.

En una de mis últimas misiones, nuestra unidad dio con sus huesos en pleno territorio enemigo. Nuestro objetivo era infiltrarse en una vieja fortaleza en la que los chicos de HYDRA estaban utilizando a unos cuantos científicos americanos que habían secuestrado, expertos en biogenética, y rescatarlos. Íbamos a meternos en la boca del lobo. Y, aunque contamos con la ayuda de algunos aliados del pueblo cercano a la fortaleza, las historias que nos contaron de los experimentos que allí se realizaban no ayudaron a tranquilizarnos. 

Los chicos de HYDRA, estaban tratando de crear un ejército de sanguinarios monstruos, utilizando a la gente del pueblo para convertirlas en aquellas mortales armas. 

Muchos rieron al principio, pero todos sabíamos que aquella gente no tenía ninguna clase de escrúpulo ni moral. 

Nos colamos por un pasadizo secreto que nos llevaría directos a las dependencias donde tenían montado los laboratorios. Todo iba bien, parecía que no íbamos a tardar ni diez minutos en realizar con éxito aquella misión. Pero entonces, antes de llegar a la escalerilla que nos conduciría a nuestro destino, nuestro capitán se detuvo diciéndonos que era el fin del trayecto para nosotros. Nos apuntó con su fusil y nos ordenó tirar las armas. Antes de que pudiésemos preguntarle qué clase de broma de mal gusto nos estaba gastando, de las sombras, emergió una tropa de soldados de HYDRA que nos puso en el punto de mira.

—Hail, HYDRA —anunció el traidor; los demás no tardaron en corearle.

Nos hicieron prisioneros y nos arrojaron a unas frías celdas en las que no dejábamos de escuchar aquellos insoportables y terroríficos aullidos que nos helaban la sangre de las venas y no nos permitían pegar ojo; temíamos ser los siguientes sujetos de aquellos monstruosos experimentos.

Fue a la semana siguiente de la traición que nos sacaron de nuestra prisión… sólo para ponernos grilletes anclados en la pared de la sala de mandos de la base.

—Poneos cómodos, muchachos —nos dijo la sabandija a la que antes llamábamos “capitán” que en ese momento vestía como el enemigo—. Y alegraos, tenéis una visita muy especial.

Fue en ese instante cuando las puertas de la sala se abrieron y entró, escoltado por un par de fornidos guardaespaldas y charlando con un enano con aspecto de científico, aquel cuyo nombre solo se atrevía a pronunciarse entre tímidos susurros. La verdadera mano derecha de Hitler y sobre el que recaía todo el poder de HYDRA. Todos los presentes, dejaron sus quehaceres y se dispusieron a saludar al recién llegado.

—¡Bienvenido, Herr Cráneo!

Era él. El terrible Cráneo Rojo. El monstruo que se ocultaba tras aquella siniestra máscara y del que no se contaba nada que no fuesen las atrocidades que había cometido. Que no eran pocas…

—… tienen un aspecto verdaderamente terrorífico. Espero que encontréis la manera de domarlos. Su ayuda será muy beneficiosa en la guerra —dejó de hablar con el enano al reparar en nuestra presencia—. ¿Quiénes son estos patéticos hombrecillos?

—Herr Cráneo. Son los soldados de mi unidad que trataban de llevarse a los científicos. Estoy seguro de que le encantará divertirse con ellos.

—Oh, con que tú eres el traidorzuelo americano —con la seguridad de quien parece que lo hace a diario. El nazi, desenfundó su Luger y descargó el contenido de su cargador en el cuerpo de nuestro capitán que cayó ante nuestros incrédulos ojos—. No necesito gente como tú entre mis filas.

A su señal, un par de soldados se llevó a rastras el cadáver, mientras nosotros temblábamos como un flan, haciendo resonar los eslabones de nuestras ataduras.

—¿Tenéis miedo? —nos preguntó el sádico criminal—. Pues deberíais, porque vosotros sois los siguientes.

Con cada paso que daba, el terror iba aumentando más y más en nuestro interior. No me avergüenza confesar que en aquel momento me oriné encima, como también sé que hicieron unos cuantos compañeros más.

Se situó frente al primero de la fila, colocando su grimosa cara a escasos centímetros de nuestro mejor tirador.

—¿Nombre, soldado? —a toda respuesta, Cráneo recibió un escupitajo de nuestro incorregible aliado irlandés, acompañado por un insulto bastante hiriente.

Todos tragamos saliva al presenciar aquello. Pocos se atreverían a hacer lo que O´ Donnell hizo ese día.

Cráneo se limpió la “cara” con un pañuelo de seda, y con total parsimonia sacó de uno de sus bolsillos un dispositivo que. al apretarlo, lanzó una pequeña nube de gas a nuestro amigo, quien comenzó a proferir una serie de terribles aullidos de dolor cuando su piel comenzó a disolverse y a enrojecerse, hasta quedar reducida a un humeante cráneo que se asemejaba al del macabro nazi.

—Es maravilloso ver tu rostro reflejado en el de tus enemigos —comentó jovialmente, mientras el aire se enrarecía con el olor a piel quemada—. ¿Quién es el siguiente?

Comenzamos a rezar, algunos imploraron clemencia. Yo no pude evitar llamar entre sollozos a mi madre cuando la el rostro de Finnick comenzó a transformarse; yo era el siguiente.

Pero cuando tenía a aquel maníaco delante, y estaba despidiéndome de este mundo, ocurrió algo que detuvo la mano asesina de Cráneo: las luces de la sala se apagaron súbitamente, sumiendo a todo y a todos en la más completa oscuridad.

Se comenzó a escuchar el inconfundible sonido que producen los certeros puñetazos, acompañados de lastimeros gemidos de dolor y gritos de sorpresa alemanes. 

—¡ENCENDED LAS LUCES! ¡RÁPIDO!

Pero cuando la orden de Cráneo fue atendida y se hizo la luz. Sus guardaespaldas, el enano y él eran los únicos nazis en pie. Todos los demás operarios y soldados, descansaban fuera de juego, noqueados por nuestro robusto salvador.

—No. Tú otra vez. ¡Disparad a ese condenado estorbo americano!

Los fusiles de los guardaespaldas escupieron multitud de proyectiles que rebotaron en aquel inamovible escudo, y cuando las armas se descargaron, fue su turno para atacar. Lanzó con maestría el escudo, que rebotó en el cuerpo de uno de los nazis dejándolo fuera de combate. El otro no pudo hacer nada más que quedarse a observar como aquel tranvía americano recuperaba su arma y le arreaba un buen derechazo. 

—Maldito seas, Capitán América. Ya ajustaremos cuentas. —Cráneo y el enano había aprovechado aquel pequeño enfrentamiento para abrir una puerta secreta oculta en la pared de piedra, que estaba a punto de cerrarse.

El justiciero apretó los puños y maldijo la estampa de su acérrimo archienemigo.

Nosotros no podíamos creer lo que veían nuestros cansados ojos. Ante nosotros se encontraba el mismísimo Capitán América. El gran superhéroe americano. 

Al principio fueron unos cuantos rumores a los que unos pocos le daban credibilidad (¿Un enclenque joven al que se le inoculó un suero que lo convirtió en un supersoldado? ¡Venga ya!). Luego fue cuando comenzaron a utilizar al “Hombre Estrellado” para publicitar la causa y conseguir fondos para la guerra. Y poco después nos llegaron las primeras noticias que nos informaban de que ese superhombre se había unido a la causa y que luchaba en primera línea, ganando innumerables batallas.

Pero nunca pensé que podría ver alguna vez al Capitán América en persona. Y, menos, que nos salvaría el pellejo.

Con el canto de su escudo, destrozó nuestras ataduras. Comenzamos a agradecerle el habernos salvado, pero nos detuvo levantando una de sus enguantadas manos.

—No debéis darme las gracias. Al contrario, he de hacerlo yo. Os agradezco el haber aguantado. Y lamento no haber llegado a tiempo de salvaros la vida a todos —miró compungido a nuestros dos camaradas asesinados por aquel enfermizo nazi.

—Capi, Capi. ¿Estás ahí? ¿Me recibes?... —una joven voz crepitó desde un trasmisor portátil que llevaba el héroe colgado del cinturón. Se hizo rápidamente con él.

—Te recibo, Bucky. ¿Cómo os ha ido a ti y a los chicos?

—Los Comandos Aulladores y un servidor hemos cumplido con nuestra parte de la misión: los científicos ya están a salvo. Aunque, Capi, deberías bajar aquí. Podemos montar un tren del terror cuando queramos y hacernos ricos.

—Esperemos que los “cabezas pensantes” puedan hacer algo por esas pobres personas utilizadas por Zola. 

—¿Y cómo te fue a ti. Capi?

—Por desgracia, no llegué a tiempo para evitar dos bajas. Y Cráneo se ha vuelto a escapar junto con Zola.

—Esa sabandija… La próxima vez lo atraparemos, Capi. Corto y cierro —la jovial voz se acalló al momento.

Yo seguía embobado contemplando el imponente porte del héroe. Y antes de abandonar la fortaleza de camino al pueblo, donde podríamos descansar a gusto, me armé de valor, y le pedí un pequeño favor.

Poco después, nos llegó la devastadora noticia de que el Capitán América y su fiel compañero, Bucky, habían caído en combate tratando de detener, una vez más, a Cráneo Rojo. 

Aquello nos sentó como un guantazo. Aquel superhombre que nos había salvado la vida, no hacía ni un mes, había desaparecido de la faz de la tierra. Pero no dejamos llevarnos por el desanimo. Nos limpiamos las lágrimas, nos levantamos y volvimos a luchar, infundados por el coraje que nos había contagiado aquel soldado y su fiel y astuto compañero. Y, bueno, ya sabes el resto de la historia. Ganamos la guerra. Y unos cuantos años después, descubrimos que el Capitán no había muerto, sino que lo habían rescatado de su gélido descanso, y que ahora ha vuelto a encontrar su lugar en el mundo, defendiéndolo de nuevo, junto a los Vengadores. 

Timmy se quedó con la boca abierta. ¡Aquella historia era verdaderamente alucinante! Pero había algo que seguía sin tener explicación…

—Abuelo, ¿qué favor le pediste al Capitán? —se atrevió a preguntar el joven.

El veterano recuperó su cromo de las manos de su nieto y le dio la vuelta. Después se lo volvió a entregar y le respondió con una amplia sonrisa.

—Que me firmase el cromo.

Timmy leyó el contenido del reverso del preciado tesoro de su abuelo. Con el conocimiento de que aquella letra era la del mismísimo primer vengador:

“Para Benedict Nolan. Sigue adelante. Todos tenemos el poder de hacer que la justicia prevalezca. 

Tu amigo y aliado, Steve Rogers.”




Escrito por Rubén Giráldez


4 comentarios:

  1. Que gran historia. Recientemente he descubierto lo de las fanfictions. Casualmente, soy anfitrión de algo llamado Este jueves, un relato. Cada semana, el anfitrión de turno, propone un tema sobre el cual escribir. Y lo de casualidad es porque el tema que yo propuse es...fanfictions.

    Creo que podría incluir esa fanfiction.
    Si te interesa
    http://eldemiurgodehurlingham.blogspot.com.ar/2014/09/este-jueves-un-relato-fanfictions.html

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    1. Jajaja muy interesante, la verdad. Mola la idea de escribir cada semana según las propuestas.

      Y me alegra que te haya gustado el relato. Es todo mérito de Rubén, que es un crack ;)

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  2. Excelente relato que atrapa al lector con la misma magia que -supongo- habrá logrado despertar el comic original.
    =)

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    1. ¡Muchas gracias! Todo el mérito es de Rubén Giráldez, nuestro particular Stan Lee, jeje.

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